Camino Canario Etapa #4 Gáldar-Agaete

Sobre lo que costó costear sin apenas cuesta y lo que cuesta la vivienda digna.

Realmente podríamos haber evitado la etapa de este día si hubiéramos estirado un poco más la anterior, ya que apenas 5 kilómetros en línea recta, y por carretera, separan ambos finales, pero el objetivo número uno del viaje era conocer las dos islas así que Jesús, el road manager en esta ocasión, planteó esta etapa para acercarnos al ferri y conocer la desconocida costa norte grancanaria.

Como estos últimos días salimos casi de madrugada para evitar las horas centrales del día. La salida de Gáldar, así como sucedió en la llegada, es bastante fea. Cruzamos un arrabal de huertas semi abandonadas, o al menos eso parecía, por un camino pedregoso muy costos de andar y con un fuerte viento entrando de la costa en cuanto nos asomábamos mínimamente al mar.

Finalmente divisamos la costa en Boca Barranco, una playa de arena oscura, deshabitada a esas horas tan tempranas. El mar está agitado por el viento del estrecho que separa la isla de la de Tenerife. Desde ese punto comenzamos a costear y nos llevamos la sorpresa de encontrarnos, casi continuamente, con infraviviendas. En un lugar que para cualquier otra persona sería un lujo vivir, frente a la costa en el mismo acantilado, se erigen cientos y cientos de chabolas, barracones, chamizos, cuchitriles y cualquier otro habitáculo posible, imaginable y no idóneo para una vida más o menos digna. Auxi e Isidro nos explican que al principio eran casas de recreo para el fin de semana, pero muchos jóvenes, acuciados por el paro y la falta de oportunidades, las han convertido en vivienda habitual, mientras van acumulando enseres deteriorados en las cercanías de sus viviendas, en los márgenes de las calles de tierra o en las lindes de la carretera sin asfaltar.

A este paisaje de una costa abrupta, que sube y baja constantemente entre chabolas, se suman los altos muros y los tejados de plástico de las fincas plataneras. Tratamos de seguir el camino costero, pero en algunos lugares las plantaciones se acercan tanto al acantilado que tenemos que hacer un esfuerzo extra escalando.

A lo lejos vamos viendo como se acerca poco a poco el faro de Punta Sardina y al superar su torre nos adentramos en una urbanización semi abandonada. Leemos unos carteles donde se ruega que respeten las aves que chocan contra el acantilado. Es una sensación extraña porque lo que debería ser casi un resort de lujo tiene la mitad de las viviendas vacías y muchas de ellas han sido despojadas de elementos constructivos, mientras otras tratan de sobrevivir en una zona sin un plan urbanístico claro que favorezca su desarrollo.

La mayor parte del grupo circulamos por la carretera, que tiene una acera adecuada, pero Jesús, fiel a su estilo y debido a que nota una sobrecarga en su pierna, anda arriba y abajo por unos empinados promontorios de tierra a escasos metros de nuestro trayecto. El primer núcleo habitado grande y bien cuidado que encontramos es el de Puerto de Sardina. Allí sí que se han esmerado las autoridades para que los escasos turistas que visitan o compran casas en esa parte de la isla estén a gusto. Descansamos por un momento viendo como algunos guiris se dan su primer baño matutino en la playa y aprovechamos para comer algunos frutos secos que traíamos en la mochila desde hacía días. El pueblo está repleto de centros de buceo y otras actividades acuáticas.

A partir de ese punto la costa se vuelve más escarpada, con barrancos más profundos, y lo que parece a lo lejos un vergel verde acaba convirtiéndose en antiguas parcelas agrícolas abandonadas y agostadas. Todavía se pueden observar las canalizaciones y los pozos para aprovechar el agua de unos rectángulos de terruño delimitados por piedras. Piedras y más piedras hacen que el andar sea más penoso y el descenso de las torrenteras sea más complicado. Sin embargo todo lo compensa la impresionante vista de las colosales montañas verdes del parque natural de Tamadaba. Sus impresionantes despeñaderos, iluminados por una tenue claridad que lucha por escapar de las nubes, nos recuerdan a la isla Nublar de Parque Jurásico. Es una vista fantástica que nos acompaña los últimos kilómetros del día.

Descendemos el Barranco Simón y al subirlo observamos a lo lejos como se levanta una nube de polvo, al ir acercándonos pudimos observar que se trataba de un motorista entrenando en un circuito de motocrós con una constancia casi enfermiza, girando, acelerando y derrapando en los mismos lugares en cada vuelta. Lo dejamos atrás y seguimos nuestra ruta mientras descubrimos a un grupo de caminantes que vienen en nuestra dirección. Serán los únicos que veamos ese día. 

Antes de llegar a Agaete tenemos que hacer el mayor esfuerzo del día descendiendo el ya notable  Barranco del Juncal para volver a tomar altura de nuevo por una loma bastante escarpada. En la Playa del Juncal descansa un bañista desnudo que no se inmuta al pasar nosotros relativamente cerca de donde descansa tumbado boca abajo. El mar entra con fuerza en la playa y aunque apetezca  darse un chapuzón parece este un acto arriesgado al ver el cariz del mar en ese punto tan espectacular. Con toda la agilidad y fuerza de la que cada uno es capaz tratamos de escalar hasta la cima del promontorio rocoso.


Ya, por fin, llegamos a nuestro destino. Un puerto pesquero y turístico en la villa de Agaete llamado Puerto de las Nieves. Es un nombre que nos resulta incomprensible porque no creemos que haya caído un solo copo de nieve en esa zona desde hace milenios. 
A la entrada nos encontramos con un complejo turístico con piscina y las ganas de bañarnos y descansar un rato se acrecientan. Al borde de un acantilado un grupo numeroso de gente espera ansiosa a que sea la hora para sacar de las cajas las pobres aves accidentadas que han podido rescatar y sanar. Isidro decide volver a Gáldar cuanto antes para poder recoger el coche y embarcarlo en el ferry que sale a las 5.
Los demás decidimos solazarnos en la piscina natural del pueblo. Está llena de gente, pero todavía encontramos un hueco para depositar nuestras pertenencias. Paco, Jesús y Jon se precipitan al agua para limpiar sus cuerpos del polvo del camino y rebajar la calentura temporal. La temperatura el agua, a pesar de estar en octubre, es muy adecuada para un simple remojón o para nadar. Incluso el siempre friolero Salva decide bañarse dejando atrás sus miedos. La piscina de olas es una delicia y la fuerza del océano arranca de los pilares a Paco y Jon entre risas de estos. Jesús se esmera en el estilo natatorio antes de decidirse a visitar el chiringuito para obsequiarnos con unas más que merecidas cervezas. Es quizás uno de los momentos más relajados y divertidos de todo el viaje.


Nos decidimos por almorzar en el restaurante Dedo de Dios, cuyo nombre hace referencia a una protuberancia en la costa que recientemente se ha derrumbado, pero al llegar observamos que hay una larga cola para acceder a una mesa. La espera al sol es bastante dura y la fila no avanza demasiado rápida así que, acuciados por las prisas y cansados de la espera, cuando llega Isidro con el coche nos decantamos por otro restaurante marinero que está casi vacío. En el restaurante Puerto de Laguete nos ofrecen un servicio rápido y eficaz, una parrillada de pescados autóctonos y gofio. La comida no es nada del otro mundo. El pescado es fresco, pero demasiado escaso y no de gran calidad. Las raciones nos dejan un poco de hambre, pero quizás sea mejor de cara al trayecto en ferry.


Después de comer un enorme helado, nos acercamos al embarque del ferry y nos disponemos en la primera fila de butacas para observar el espectáculo del desamarre y el posterior amarre, así como de la navegación por el estrecho que separa ambas islas. El trayecto es bastante placido y se resuelve en poco más de una hora. 
Al llegar al puerto de Santa Cruz de Tenerife vamos a buscar el coche de alquiler. En nuestro afán por ahorrar hemos reservado el coche más pequeño de la gama y comprendemos que sí, que nos han dado un Fiat Cinquecento. La trabajadora de la agencia nos mira, mira nuestras mochilas, nos vuelve a mirar y se apiada de nosotros. Finalmente nos da las llaves de un sub nuevecito en el que caben todas las mochilas de sobra.
Salimos para encontrarnos con los canarios y partimos por la autopista en dirección a la costa norte tinerfeña. La TF5  tiene algo de tráfico a esas horas, gente que sale del trabajo rumbo a su hogar, así que nos cuesta un rato llegar hasta Los Realejos que es donde vamos a pernoctar ese día y el resto de días que estemos en la isla.
Nos acogen muy amablemente en Hogar Las Vistas, un renovado apartamento cerca de la playa del Socorro. Los dueños viven al lado y nos agasajan con una enorme cesta de frutas, así como dulces y vino de la zona. El apartamento es muy amplio, con dos habitaciones enormes, y tan solo echamos de menos una terraza para tomar el sol, aunque en esos días tampoco es que hiciera demasiado. Parece que hemos acertado en este caso. El dueño nos presenta a su hijo y aprovecha para hacer una consulta medica sobre una patología que acucia a su hijo desde que tuviera un accidentado aterrizaje en el aeropuerto de Bilbao.


Como tenemos la nevera vacía decidimos acercarnos al Puerto de la Cruz a dar un paseo, comprar víveres y cenar. Después de dimes y diretes nos decantamos por un restaurante especializado en carne a la brasa donde el servicio, la calidad del producto y el precio deja mucho que desear, el Longo Steak House. El típico local atrapa turistas donde poco importa la satisfacción del cliente porque saben que no va a volver. Nosotros, desde luego, no lo haremos.

El día se hace ya muy largo y decidimos regresar a Los Realejos para descansar. El día siguiente será de medio reposo, de turisteo, de tensa espera antes de la ascensión del jueves. Y es que miremos donde miremos ahora no podemos obviar la gigantesca sombre del volcán tinerfeño, del monte más alto de España.


 

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