Este va a ser un relato
diferente. Quizás está todo dicho ya sobre los puentes, las iglesias y las
dificultades del Camino Francés. Numerosas narraciones nos hablan del recorrido
interior de estas etapas jacobeas, ideales para reencontrarse a uno mismo. Nada
de esto es la esencia de este relato, pero inevitablemente está impregnado de
todo ello. El paisaje interior es el que se modifica más fácilmente y muda
durante esas jornadas. El exterior, a veces, parece resistirse al paso del
tiempo. Para leer acerca de los pesares y monumentos del camino, por favor,
diríjanse a otras guías más adecuadas. Para descubrir el sentimiento de
compañerismo, encarnado en los kangrenas, acompáñenme a este trayecto.
CAPÍTULO 0
Improvisando a última hora.
Cuando llegué a Pamplona Isidro,
Xabi y Paco ya habían comido y departían distendidos esperando a lo demás. Yo arribé
azorado por el estrés del día de trabajo y el viaje, que me dejaron un poco
trastocado. Me costó, como casi siempre, adaptarme rápido a la nueva realidad
que ya disfrutaban mis amigos. Mientras tomábamos un café, y con los empleados
del local deseando acabar su turno, llegó el último de la expedición. Aythami,
el canario más joven, estaba hambriento y poco le importó la jornada laboral de
los camareros. Eso sí, en poco tiempo devoró las viandas que habían servido con
presteza para poder despecharlo a tiempo.
Como sardinas en lata viajamos de
Pamplona a Saint Jean de Pied de Port en el coche de Aythami. Las dudas que me
habían surgido por las pésimas previsiones climatológicas fueron el tema de
conversación principal. Los más veteranos se reían a mi costa, por mis muchas
dudas y la cantidad de ropa que había decidido traer. Ellos parecían afrontar
esa dificultad como un reto más. Yo todavía no lo había entendido así.
La carretera desde Ibañeta se
hace larga y pesada y la euforia inicial comenzó a decaer por momentos. Al
llegar a la ciudad vasco-francesa nos dirigimos al albergue Compostella.
Ya lo conocíamos de otras ocasiones y con la calidad/precio que se ofrece en
esa ciudad me pareció decente. Escogí en Booking dos habitaciones, de tres y de
dos camas respectivamente. Una de las claves de este año era evitar las
aglomeraciones y buscar la intimidad del alojamiento, aún a costa de un mayor
coste.
Una vez convenientemente
instalados decidimos dar una vuelta para pulsar un poco el ambiente jacobeo.
Nos encontramos un cuadro desolador. Todo cerrado, lo cual allí resulta extraño
a pesar del horario francés, apenas gente por la calle y lluvia torrencial. En
la peatonal Rue de la Citadelle encontramos una tienda de deportes
abierta. Isidro, veterano peregrino, decide saltarse todas las normas que
regala a los demás romeros y cometer un error de principiante. Las dudas por el
calzado que ha traído, que no es adecuado para el clima lluvioso, le hacen
comprarse unas zapatillas Salomón nuevas que le acaba pagando su hermano.
Sigue lloviendo. Decidimos
refugiarnos en la terraza del Café de la Paix donde, para
extrañeza de todos, no se podía pedir una botella de vino que sí servían en el
comedor del mismo establecimiento. Para entonces Isidro ya reniega de sus
zapatillas nuevas y decide salir al día siguiente sin ellas. La tarde pasa
entre anécdotas, recuerdos kangrenas, temas de actualidad y ponerse al día
sobre cada uno de nosotros.
A la hora de elegir un local para
cenar no hay dudas. La escasa oferta nos hace decidirnos por el mismo local
donde estamos tomando unas cervezas y unos vinos. La comida es bastante vulgar,
aunque muy colorista, a la francesa. Aythami decide compartir una pizza con su hermano,
pero enseguida se da cuenta que va a pasar hambre toda la noche, así que cambia
de opinión con todos ya cenados y decide pedir otra pizza para él solo.
Las dudas continúan en el
albergue, nadie sabe que ropa llevar al día siguiente y todos hacemos preguntas
a nuestro compañero de al lado para que ratifique nuestra dubitativa elección.
Esa incertidumbre nos acompañará toda la noche, acunados por la lluvia
incesante en el exterior.

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