CAPÍTULO 8: Un autobús a ninguna parte

 Sin apenas ruido, hemos pasado una buena noche en el albergue. Nos desperezamos sin prisa. La etapa es corta y no merece la pena sufrir la intemperie desde tan pronto. 

No encontramos nada abierto y decidimos, en contra de lo expresado la noche anterior,  regresar al bar Pasarela para tomar el desayuno. El camarero no ha mejorado el humor, pero la comida no está mal para salir del paso.

Nos despedimos de Paco en una fría mañana de octubre. Hemos decidido continuar este viaje desde donde lo dejamos, si la pandemia nos lo permite. 

Nos ponemos en marcha. Parece que, de momento, la lluvia nos da tregua. El recorrido es menos bullicioso sin Paco. Pronto se nota su ausencia. En el ambiente hay un claro aroma a despedida. A pesar de ello tratamos de andar lo más ágiles posibles, en vez de regodearnos en nuestro último día. 

Aparece un elemento que no había cobrado importancia hasta ese momento, el viento. Al principio parece más un componente a nuestro favor, ya que aleja el frente de nuestras cabezas Pero en cuanto las amplias tierras de cereal van sustituyendo a los estrechos valles de la vid la intensidad del aire hace más difícil el andar y menos agradable la estancia en campo abierto.

Andamos y charlamos por parejas. Isidro marcha por delante con Joseba, yo detrás con Roberto hablando de historia y de la vida. El impresionante despropósito en forma de urbanización de golf nos da para muchos comentarios, ninguno positivo. Al llegar a Cirueña decidimos resguardarnos en algún local de hostelería. Un cartel en la intersección de la calzada indica un bar poco más arriba, así que nos dirigimos hacía allí. Encontramos el bar Cirueña en la misma plaza del pueblo. Apenas hay parroquianos y no parece que abunden en los últimos tiempos. Calentamos el cuerpo con otro café y algo de comer. En el fondo también hacemos algo de tiempo para no llegar demasiado pronto a Santo Domingo. 

Al recobrar la senda nos encontramos con nuestros “alter ego”. Una vez más los superamos raudos entre comentarios superficiales. Ellos están convencidos que no disfrutamos lo suficiente del camino, andando a esa velocidad. Nosotros creemos que poco se puede disfrutar con semejante peso a la espalda. 

Santo Domingo se adivina a lo lejos al asomarnos a una suave colina. Todavía queda mucho pero el ánimo nos hace apretar el paso, todavía más. Caminamos en un estrecho pasillo entre nubes negrísimas a uno y otro lado del firmamento. 

Entramos en Santo Domingo y nos dirigimos, lo primero, a buscar una fotocopiadora para que el “muyayo” se haga con el check in de los vuelos. Mientras esperamos van llegando, hasta la puerta del albergue, el resto de los peregrinos, así que decidimos seguir sus pasos y hacer el ingreso en el albergue de la Cofradía del Santo. Las medidas anti COVID son bastante estrictas y tardamos un tiempo en acceder a la habitación. Nos han colocado a los cuatro en una habitación de 12 camas. La señora que se encarga de la recepción parece tan estricta como despistada. Nos sorprendemos al descubrir que la hora de cierre, que ha impuesto recientemente, es a las 21 horas. Apenas tendremos tiempo para cenar, pero poco podemos hacer ya.

Salimos a comer y la estricta recepcionista nos recomienda un local. Decidimos hacer una mini rebelión, ante su opresión horaria, y nos encaminamos hacia otro lugar.  En una plaza Isidro pregunta a unas mujeres por un menú del día decente y estas le dan varios nombres, aunque finalmente se decantan por el restaurante La Eibarresa. Nos dirigimos allí y nos aposentamos en la amplia carpa exterior, que de vez en cuando sufre los embates del fuerte viento. No hay nadie comiendo lo que no parece buena señal. Todos decidimos liberarnos de las monótonas comidas anteriores y pedir algo diferente. Nos sorprende que el servicio es atento y rápido y la comida bastante mejor de lo sospechado. Regresamos al albergue a descansar. 

La tarde da para un paseo, sin visita cultural una vez más, preguntar por los autobuses del día siguiente, tomar cervezas en algún bar desangelado y comprar víveres para cenar en el comedor del albergue. Nos damos cuenta que a esa conclusión hemos llegado la mayoría, ya que al llegar al comedor está repleto de peregrinos con una frugal cena de supermercado. Nosotros enseguida ofrecemos nuestro vino y se crea una tertulia, desde el principio, subida de modulación. Nos despedimos de casi todos los que han compartido estos últimos días y rogamos para que cuiden bien de Joseba que continuará la peregrinación. Hemos descubierto la enorme peligrosidad que supone una máquina de vending que dispensa cervezas y que está estratégicamente situada en la entrada del comedor.  A algún peregrino no le sienta demasiado bien nuestra fiesta improvisada y baja al comedor semidesnudo para insultarnos. Más que amedrentarnos lo que consigue es que tengamos otro motivo de chanza. 

Finalmente quedamos, inasequibles al desaliento, Joseba, la “youtuber” y yo mismo. Tienen que venir dos hombres, se supone que los vigilantes nocturnos, y una mujer para que desalojemos el salón. A regañadientes enfilamos para nuestros camastros. 

La mañana siguiente es la más perezosa de todas. La resaca y las pocas ganas de hacer, por última vez, la mochila hacen que nos demoremos en exceso. Desayunamos en la Cafetería Espolón, de la que no guardo ningún recuerdo especial. Todos los peregrinos nos hemos reunido allí, al ser el único local abierto, y nos despedimos por segunda o tercera vez ya. Vemos a Joseba partir sin nosotros y nos apena la escena. Estará bien sin nosotros y nuestro ritmo endiablado. 

Roberto, Isidro y yo tomamos un autobús a Logroño. Isidro ha dudado si tomar otro, que le colocaría en Pamplona, porque con todo este lío no se sabe, a ciencia cierta, cuales son horarios y frecuencias reales y la estación de autobuses es apenas una marquesina vacía. Recorremos en sentido contrario, en apenas una hora, lo que nos ha costado días andando. La lluvia arrecia. Ahora nos dan menos envidia los caminantes, aunque siempre les deseamos lo mejor. 

Al llegar a la estación de Logroño se repite la imagen de Nájera, cientos de africanos esperan que mejore el tiempo para poder sacar el dinero para todo el año. Isidro y Roberto no consiguen un bus para Pamplona, están suspendidos, y el valenciano hace unas gestiones para que Isidro pueda viajar a Madrid en bus y desde allí tomar el vuelo a Gran Canaria. 

Llega la hora, mi bus sale hacia Bilbao. Me despido de Roberto, emplazándole para otro año. Y llega el momento que lleva prorrogándose desde 2008 cuando conocí en Viana a un canario tocahuevos que me preguntó si me mudaba, por el tamaño de mis alforjas, y que ya en Santiago no me dio su número de teléfono, porque jamás volveríamos a vernos. Desde entonces doce años juntos, doce años compartiendo el camino, doce años de amistad fundidos en un abrazo corto, difícil y poco deseado. Dos kangrenas de corazón que se separan. Nada es para siempre, aunque siempre sea demasiado duro descubrirlo. Y aquí me encuentro, sentado frente al ordenador, pensando en hacer como Penélope en la “Odisea” y borrar esta historia, para mañana volverla a reescribir, para que el efímero hilo que nos une nos reencuentre en alguna lejana Ítaca. 


Comentarios