CAPÍTULO 7: Buscando una salida.

Logroño era el fin de Camino propuesto en principio aunque lo alcanzamos con dos días de adelanto por lo que se imponía seguir andando, al menos una jornada más. Parecía mejor idea quedarse en la capital riojana, tras el gran aguacero de la noche y los que se preveían para esa jornada. A pesar de ello, con un café de cápsulas, ingerido a toda prisa en el apartamento, nos pusimos en marcha por las oscuras y lluviosas calles de la ciudad. 

La meteorología no nos daba tregua y caminábamos los cinco embutidos en el poncho, sin apenas darnos cuenta de lo que sucedía a nuestro alrededor. El parque de la Grajera nos expuso, aún más, a las malas condiciones de la mañana que a esa hora, tras habernos mojado el calzado, ya se habían vuelto consustanciales. Apenas vemos peregrinos a nuestro paso, tan solo un bicigrino que cicla contra los elementos al hacer de freno el enorme chubasquero que lleva puesto. Poco después observamos que se ha parado en la cafetería del propio parque. 

Nosotros andamos hasta Navarrete sin detenernos, a pesar de las trampas que nos suponen las resbaladizas obras de la autopista. El viento y la lluvia arrecian y el pueblo parece que no se alcanza nunca. Al llegar a Navarrete apenas vemos gente por la calle que transitamos.  Al lado de la iglesia hallamos un oasis en forma de taberna. La bocatería Move ve sacudida su tranquilidad al entrar cinco peregrinos por la puerta. La única clienta era una peregrina extranjera que se calienta tomando un café en la mesa del fondo. La comanda es bastante caótica ya que el que atiende, en vez de exhibir la carta del establecimiento, nos informa que puede hacer bocadillo “de lo que queramos”, por lo que cuesta más aún decidir, sin poder visulizarlo, y cambiamos varias veces de idea. 

Tras un café, un bocadillo y “un dulsito”, estamos prestos para salir a la intemperie. Las imágenes de la televisión sobre la borrasca Alex no nos dan mucha esperanza, pero nuestras aplicaciones de móvil informan que hay una ventana de buen tiempo hasta la una del mediodía. Quedan 16 kilómetros hasta el fin de etapa en Nájera y ningún pueblo en medio para cobijarnos, así que será mejor que se cumpla esa previsión. Al igual que en la primera etapa apenas llevamos ropa, sobre todo en el tronco inferior, por lo que rápidamente, en cuanto deja de llover un rato, se seca el pantalón corto, los calcetines e incluso el calzado. El ritmo es alto. Roberto se retrasa hablando por teléfono y ya no le veremos hasta la comida. La “orden” implícita es no detenerse para intentar aprovechar al máximo la mejoría.

Antes de llegar a Ventosa pasamos a una pareja de peregrinos a los que no habíamos visto antes y que cometen el mismo error de otros precavidos, llevar unas polainas que dirigen el agua hacia las zapatillas. Por muy aislante que sea el material del calzado, al final, se acaban calando enteras. Nos quedamos, por un instante, observando un cartel con un mapa y decidimos continuar recto, por la pista paralela a la carretera, en vez de atravesar el pueblo de Ventosa. Ahorramos así un kilómetro casi. 

En el alto, por decir algo, de San Antón nos tropezamos con la peregrina anglosajona o alemana que ya habíamos visto jornadas antes. Realmente la que se tropezó fue ella, al resbalarse en las breves rampas de la ascensión. Una vez comprobamos que está bien seguimos nuestra marcha. 

Observamos, a nuestra izquierda, los picos nevados de Ezcaray. A la derecha el amenazante frente que se dispone sobre las montañas de la Rioja Alavesa. Y así, mirando al cielo, continuamos nuestra imparable marcha hasta Nájera. Encontramos a las huestes del “Geyaüer” cerca del final. Tras un breve cruce de palabras les dejamos atrás.

Nájera se adivina desde lejos, desde demasiado lejos quizás. Cuesta llegar hasta el polideportivo que está a la entrada. Al pisar sus aceras comienza a llover, parece que, a pesar de todo, hemos logrado salvar el día. Objetivo cumplido.

Desde el final de la pista  de tierra hasta el albergue todavía queda bastante más de un kilómetro que se hace con gran desgana y cansancio. Decidimos ir primero al albergue, que está en el casco antiguo. Tras cruzar el puente sobre el río Najerilla, llegamos al albergue Puerta de Nájera. Sin hacer el check in dejamos las mochilas y nos dirigimos hasta el restaurante que allí nos recomiendan, el asador El Buen Yantar

En un principio nos comenta la camarera que debemos esperar, pero enseguida cambia de opinión y nos coloca en una mesa. A pesar de que tampoco tenemos mucho más que hacer, y estamos secos, la espera se nos hace interminable. La comida está bien, pero el servicio resulta caótico. Roberto, que se había retrasado más de media hora, todavía llega a compartir el segundo plato y el postre con nosotros. El “muyayo” no hace migas con la camarera. Ella ha intentado que sea empática con su desbordada situación, por el tema de un cuchillo que no corta, pero al canario poco le importa. La empleada, de malos modos, le tira, a mitad de la mesa, media docena de cuchillos para que elija “uno que corte”. A borde pocos la ganan. 

Regresamos a descansar al albergue. Nos colocan en una bonita habitación de cuatro camas con un pequeño saloncito y a Roberto en una habitación comunitaria con la chica rubia. 

Tras una reconfortante ducha y una siesta nos disponemos a dar una vuelta por la ciudad. Tratamos de visitar el claustro de Santa María la Real, que nos llamó la atención por unas fotografías que vimos en el albergue de Larrasoaña. Cuando llegamos ya está cerrado el acceso. Buscamos cajeros, para aprovisionarnos de efectivo, e información en la estación de autobuses. Una decena de subsaharianos esperan en la parada a que las condiciones mejoren para la vendimia. Cargan con pesadas maletas, quizás todo su ajuar, y se ve la desesperación en sus ojos. Una imagen dura.

Paco tomará el autobús a Logroño la mañana siguiente. Lleva días preocupado por la situación del COVID en su hospital y quiere ir a casa con tiempo para estar preparado ante la marea que imagina. Los demás seguiremos, al menos, un día más.

Hace frío. En una de las calles peatonales nos reunimos con los “geyaüers” y hablamos animosamente de cómo hemos visto la etapa del día. Quizás nuestra conversación más larga con ellos desde que coincidimos. Ellos marchan a dar una vuelta. A nosotros no nos apetece demasiado estar vagabundeando así que nos refugiamos en un bar a tomar una cerveza. Poco más se puede hacer antes de la hora de cenar. 

El bar Pasarela será la elección para la cena. Una hamburguesería-pizzería regentada por un argentino que no parece que tiene demasiado buen carácter. La comida no está mal y se sirve con presteza. A nuestro lado ocupan la mesa un nutrido grupo de adolescentes. El dueño les interroga para averiguar cuántos van a cenar y cuantos deberán esperar fuera. Los chavales, que parecen conocer el percal, no hacen demasiado caso y él se desespera.

Abandonamos el local y regresamos al albergue, donde ya reina la calma. Han ido llegando algunos peregrinos más pero el albergue apenas está a media ocupación. Apenas son las diez cuando apagamos las luces y nos metemos en la cama.

 

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