CAPÍTULO 6: Problemas estéticos

 El otro grupo, el del “Geyagüer”, se despierta mucho antes que nosotros y felicita a Silvia, la jueza brasileña, por su cumpleaños. La algarabía mañanera nos obliga a desperezarnos mucho antes de lo deseado. La mañana es verdaderamente gélida. Salimos sin desayunar, como ya es casi habitual, esperando poder almorzar en Torres del Río, si hay algo abierto. 

Caminamos animosos como siempre. En un descampado descubrimos la tienda de campaña que ha montado la bicigrina que transportaba su perro en una caja. seguro que está acostumbrada a acampar al raso, sobre todo por el can, pero a nosotros, habituados a descansar cómodamente, nos sorprende un poco. La cuadrilla, a la que se ha unido definitivamente Roberto, camina rauda haciendo gracias a costa del “Piedrafita”. Pero luego el malo es siempre el mismo.

Desde una hora antes observamos en el horizonte un pueblo que creemos que es Torres. Llegamos ateridos de frío para descubrir que realmente  es Sansol. en ese momento desconocemos que Torres está a menos de un kilómetro. Nos reencontramos con la cumpleañera y su grupo en El Rincón de los Placeres, que a pesar de su nombre rimbombante es poco más que una tienda de pueblo que sirve café caliente y bocadillos fríos. No se puede acceder al local por el COVID así que nos “acomodamos” en la “chabolesca” terraza adjunta. Tras un frugal desayuno, compartido con algunos trabajadores locales poco atareados, seguimos nuestro camino. Los escasos metros hasta Torres del Río los hago conversando con uno de los veteranos peregrinos, amantes del tinto de verano, que regresa hoy a Madrid. Nos despedimos junto a la terraza del asador, donde desayunan varios caminantes. En el paso por el pueblo reconocemos a varios peregrinos extranjeros más, incluidas las dos italianas que han dormido al raso en una plaza junto a la iglesia, mientras que la hospitalera de un “privado” nos ve pasar con anhelo. 

El camino hasta Viana serpentea a un lado y otro de la carretera entre viñas, ocultas en vaguadas y ostensibles en los cerros. Paco sigue apretando el paso cada vez que encuentra una ascensión, por mínima que sea, y nadie parece poder seguir su ritmo. Roberto me habla de sus numerosas peripecias por el extranjero, en viajes solitarios cargados de anécdotas. El registro aeroportuario en Nueva Zelanda es una gran anécdota, a posteriori claro.

Al entrar en Viana coincidimos con los “geyaüers” que almuerzan en un bar del extrarradio. Se evitarán el ascenso al cerro donde se asienta la ciudad, pero no podrán disfrutar sus animadas calles peatonales. Nosotros buscamos también nuestro refugio momentáneo y nos decidimos por un bar en la plaza del ayuntamiento, el Café San Juan, que dispone de una amplia terraza. Allí degustamos una tortilla de patatas y un salchichón que Paco había comprado en Los Arcos la tarde anterior.

Roberto desea visitar la ciudad, así que se queda en Viana mientras nosotros nos ponemos en marcha para llegar cuanto antes a Logroño. A la salida de la ciudad pasamos junto a la valla de un colegio y Paco no puede evitar vacilar a un grupo de chicas adolescentes que, tras un momento de desconcierto, le responden con la mala baba y el desprecio habitual a su edad. Nos reímos con ganas. Al pasar un puente sobre la carretera, un grupo de niños circulan en bici guiados por su profesora. Animamos a los que se quedan descolgados y a los que más les cuesta ascender, bicicleta en mano, los tramos de escalera. Cuando éramos jóvenes ni las clases de gimnasia eran tan entretenidas ni las profesoras tan guapas y jóvenes, o al menos eso nos parecía a nosotros. 

Salimos del bosque de coníferas y entramos en la zona industrial previa a Logroño. Una patrulla de policía inspecciona un puente sobre la autovía, sobrepasamos a una peregrina panameña, a quien Paco ya había conocido el día anterior mientras nos esperaba a la entrada de Los Arcos. Parece que le gusta viajar sola y no parece muy por la labor de entablar conversación, así que la dejamos atrás en la cuesta abajo. En un barrio marginal, en el límite de la capital riojana, un perro sale corriendo a por nosotros desde la oscuridad del pasillo de su casa. Me pongo en guardia, bastones en alto, hasta que descubro que se trata de un perro enano, con bastante mala baba, al que su dueña está abroncando por escaparse. 

Pisamos, al fin, suelo urbano. El Puente de Piedra está en obras así que debemos dar un rodeo para entrar por el De Hierro. A pesar de estar claramente indicado la dirección de cada acera, por aquello de la “distancia social” del COVID, vemos como vienen de frente varios transeúntes insumisos, lo que nos obliga a apartarnos en un paso tan estrecho.

La primera visita es para sellar en el Albergue Municipal. Lo hemos descartado desde el principio, pero cuando llegamos el hospitalero nos informa que a esas horas aún no ha aparecido nadie por allí. Nunca he conseguido dormir allí, las más de las veces en contra de mi voluntad, al estar siempre completo y ser un lugar vedado para los ciclistas. De todos modos, en este caso, preferimos un alojamiento sin restricciones de horarios y más cerca de la calle Laurel. La Casita Azul es un apartamento que cumple perfectamente ambas pretensiones. Se sitúa en un tercer piso del casco antiguo, en el mismo Camino, y parece bastante nuevo. El único problema es que la caldera no dispensa el agua necesaria para cuatro garrulos que desean ducharse seguidos. Roberto decide acoplarse en el sofá del salón. Así que por poco más que lo que hubiéramos pagado en el albergue disponemos de un espacio privado.

Salimos a tomar una cerveza, o dos. Los logroñeses están todavía en sus quehaceres y apenas hay gente en la calle. Encontramos una agradable terraza al sol y allí nos apalancamos. Cuando el cansancio, y las birras, hacen su efecto nos retiramos a descansar un rato.

Recobrados de la somnolencia nos decidimos a atacar la famosa calle Laurel, pero nos encontramos con el eterno drama del peregrino en las ciudades españolas: el horario. Es demasiado pronto y apenas hay gente, lo que en estos tiempos se puede considerar una ventaja, aunque siempre se agradece un poco de ambiente. Unas bravas, unos champis y lo que se iba a convertir, creía yo, en una cena informal se torna en la búsqueda de un local para cenar un menú.

Deambulamos hasta dar con el Café Moderno, que Isidro ya había visitado. Lo más moderno del local, si excluimos la televisión, data de los años cincuenta. Todo es un poco rancio, clásico que dirían los bienpensados. Nos atiende un camarero y nos lleva a una mesa. Todos nos miramos alucinados al descubrir el pelo del empleado. Indescriptible. Negro zaino, con unas enormes patillas, y peinado hasta el delirio con algo que más que gomina parece la grasa del pelo sin limpiar. El cuadro se completa con una camisa entreabierta hasta el segundo botón, mostrando un pecho depilado bastante grimoso. El tipo parece estar encantado con su look y se pasea con prestancia profesional por el local. El dueño departe amigablemente en la barra con los clientes habituales y yo me pregunto cómo es posible que permita tamaña falta de aseo en su local, que por otra parte luce bastante limpio. Decido no mirar más al camarero para que no me dé la cena. Una cena que cumple las bajas expectativas creadas. 

Antes de retirarnos decidimos alargar un poco la noche tomando unos combinados. Hemos visto una animada plaza junto al apartamento, al final de la calle Barriocepo, donde disfrutaban de sus tragos de “juernes” los jóvenes universitarios. Allí nos plantamos.  Parecemos marcianos entre ellos, pero disfrutamos de la noche, de los cubatas y del ambiente juvenil antes de poner rumbo a la casa para descansar.


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