Aythami regresó a Donosti la tarde anterior. Las obligaciones mandan, así que partimos cinco, sin desayunar, de Larrasoaña en busca de la primera etapa maratoniana del camino de este año.
Hubo muchos debates al respecto. Isidro deseaba hacer las etapas más canónicamente, pero yo estimaba que algunas se quedan cortas para el nivel del grupo. Además, en mi pensamiento, está disfrutar de algunos puntos que normalmente atravesamos raudos, ya que siempre nos hospedamos en los mismos lugares. Por otra parte está el problema de las restricciones, más estrictas cuanto más notable la localidad, lo que siempre es un fastidio. Al final llegamos a una entente cordial: adelantar una etapa en los dos siguientes días para, a partir de Los Arcos, continuar con las etapas más clásicas. La etapa anterior ya dejamos cinco kilómetros atrás a los peregrinos que salieron de Roncesvalles el domingo. No volveremos a saber de ellos.
La mañana es fresca pero despejada. A lo lejos se intuye el urbanismo de la capital navarra. Los pequeños pueblos todavía no han despertado y no encontramos un lugar donde romper el ayuno nocturno. Cruzamos la carretera y ascendemos y descendemos una colina hasta los pies de Villava, primer núcleo importante del día. A partir de este punto enlazamos mucho adoquín y semáforo seguido por Burlada y Pamplona. Pero antes nos tomamos un descanso desayunando una majestuosa tortilla, por lo enorme del tamaño, en el Café Paradise. La terraza del local ocupa un buen trozo de la Calle Mayor, o Nagusia, de la localidad y es la primera que vemos abierta en toda la mañana. No hace nada de calor, pero se agradece no compartir un espacio interior pequeño con demasiada gente. Así que casi todos los clientes estamos en la calle.
Cerca de allí, Paco y Joseba se desprenden de algunos de las pertenencias menos útiles que cargaban en la mochila. Sin la asistencia del coche del canario el macuto es más robusto que los días anteriores. Más de un kilo envía cada uno por correo a su domicilio, sobre todo las ropas de agua traídas ex profeso para afrontar el primer día.
La realidad urbana nos impone la obligatoria mascarilla en nuestro circular por las largas avenidas de las ciudades contiguas. Entramos, finalmente, en Pamplona tras más de una hora de circuito urbano. Un transeúnte nos saca una de las pocas fotos de este camino. Las tiendas del casco antiguo de Iruña están comenzando a abrirse y apenas camina nadie por sus calles. Xabi nos abandona al llegar al parque de la Ciudadela, debe partir a Madrid previo paso por Legutio. Con él marchan algunas de mis pertenencias más pluviales también.
Antes de abandonar el casco metropolitano, Paco busca un banco para avituallarse monetariamente. Todos estamos deseando abandonar las repletas calles del ensanche pamplonica. El parque de la todopoderosa y omnipresente Universidad de Navarra nos regala una naturaleza artificial más amable que las arterias de las que venimos y que nos prepara para el trazado campestre de la etapa.
El día anterior estuve buscando un albergue, u hostal, para alojarnos pasada Pamplona, pero, como bien nos explicó el hospitalero, no encontré nada abierto hasta Uterga. Así que nos disponemos a una segunda parte de la etapa dura. Ascendemos la cuesta asfaltada que nos lleva hasta Zizur Menor y allí hacemos un alto para almorzar un bocadillo de txistorra, ya a estas alturas parte de la dieta kangrena, en el Asador El Tremendo. Hubiéramos deseado algo más contundente, pero ese emparedado nos dará la suficiente fuerza, y liviandad, para afrontar los siguientes kilómetros. El dueño, anciano ya, parece despistado en la barra, taciturno incluso, pero atiende con presteza y el tamaño del bocadillo, servido por una rubia camarera de origen eslavo, es notable. Así que parece que hemos acertado.
Todavía es hora de almorzar y nos quedan varias horas hasta llegar a la meta del día, así que nos ponemos en camino. El paisaje ha cambiado, campos de cereal sustituyen a los bosques, y aparece por la senda un montañero con ágiles andares. Quizás es el primero que nos adelanta desde que salimos de Saint Jean. Va bien equipado para una lluvia siempre amenazante, pero que acabará por no materializarse. Desde Zizur la senda se inclina hacia arriba, lo que significa que Paco marca un ritmo tan constante como imposible de seguir. Poco a poco te saca de punto y acaba por alejarse, como Indurain, hasta que lo dejas de ver tras una curva cerrada. Este es, sin duda, un deporte de jubilados recios.
En Zariquiegui descubrimos que era verdad que estaba todo cerrado. Apenas un pequeño colmado permanece inalterable y nos sirve para sellar la credencial. Sin descanso continuamos hacia El Perdón. Este monte, marcado como una de las cotas principales del Camino, apenas supone un obstáculo para el grupo. Ascendemos casi sin esfuerzo en una bella tarde, muy adecuada para el paseo alpinista. Joseba comienza a sufrir en la última rampa. Sin duda le empiezan a pasar factura la decena de kilómetros de más del primer día y el alto ritmo que marcamos.
No nos detenemos en el alto. Como siempre los fuertes vientos hacen desagradable la permanencia en ese enclave. Hemos disfrutado de la vista del valle del Arga durante la ascensión y ya hemos estado allí todos, así que no aflojamos y continuamos la senda. Apenas vemos un peregrino, que almuerza protegido del aire por una enorme columna de piedra, lo que es sin duda algo insólito en este notable hito del Francés.
Comienza el pedregoso descenso, se distingue ya nuestro objetivo. Yo bajo en cabeza, ayudado con los dos bastones que palían mi falta de destreza habitual. Al cabo me encuentro con una pareja que portan una bandera eslovaca en la mochila. Ella, pelirroja y delgada, sonríe un poco sorprendida por mi conversación en inglés con su pareja. Al llegar Isidro le mira de reojo y comienza a reír. Joseba se ha quedado atrás. La bajada está suponiendo un duro hándicap para sus cansadas piernas. Le cuesta caminar al ritmo del grupo, así que varias veces sobrepasamos y somos sobrepasados por la pareja eslovaca. La joven pelirroja mira a Isidro y ríe cada vez más descaradamente. No llegamos a comprender de qué está tronchando, pero su buen humor es contagioso. Para todos menos para el Ibartarra que sufre y maldice la infernal bajada.
Al fin observamos el cartel de Uterga, aunque tiene trampa: todavía queda casi un kilómetro hasta el albergue Camino del Perdón.
Exhaustos, en vez de hacer el check in, nos sentamos en la terraza para beber una cerveza Alhambra tras otra. Joseba, por consejo de Paco, levanta las piernas y parece revivir tras una larga sesión de bostezos provocados por el cansancio. Nos instalan en un dormitorio compartido, dividido en dos zonas, al que la hospitalera llama “albergue”. El baño está contiguo a la habitación y a una zona común con sofás. No ha llegado ningún peregrino más, por el momento, así que disponemos de un espacio de cinco literas dobles para los cuatro.
Nos duchamos y decidimos salir a pasear por el pueblo. En vez de Uterga parece Silent Hil, Belchitel o cualquier otro pueblo fantasma. El viento es frío y no se está demasiado a gusto en la calle. Las pavimentadas calles parecen ejercer de embudo para que corra más fuerte el aire proveniente de los campos de cereal. Paco e Isidro descubren una higuera y se aprovisionan de sus dulces frutos, mientras hablan con un lugareño. El pueblo, remodelado y muy funcional, tampoco tiene mucho que ver aparte de la plaza y el frontón municipal. Isidro, juguetón y bromista como siempre, asusta a una niña que vacilaba a un pequeño y acongojado perro. Un paisano ha decidido tomar una cerveza en la terraza del albergue y ha aparcado su montura en el exterior de la valla, un hermoso caballo marrón. Los precios de los albergues poco tienen que ver con otros que hemos observado y parece ser debido a una “guerra de precios” entre locales situados, frente a frente, en la salida del pueblo.
El clima se va volviendo más desapacible a medida que se oculta el sol. Decidimos refugiarnos en el interior del bar del albergue y allí mismo cenamos. Un menú peregrino bastante apañado para la escasez de romeros que hemos apreciado. El servicio fue muy amable y diligente. Teníamos ganas de comer caliente y las viandas nos supieron a gloria.
Nos retiramos pronto. Descubrimos que al otro lado del biombo del dormitorio se acuestan dos peregrinos de habla francesa, aunque no los vemos. Estamos bastante cansados y hay que recuperar cuerpo y espíritu para la segunda jornada maratoniana seguida, así que nos dormimos pronto. Otros 30 kilómetros aguardan mañana.
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