Hemos descansado bastante bien. No hemos sufrido a los teutones vistiéndose a las cuatro de la mañana ni a los meones yendo y viniendo a los baños, por lo que es, sin duda, una noche atípica en un albergue. El desayuno en el Restaurante La Posada confirmó las malas críticas vertidas por Aythami el día anterior. El café de puchero hizo estragos en mi vientre durante toda la mañana. No fui el único. Las tostadas salieron tan rápidas, y frías, de la cocina que nada bueno parecían indicar. La única alegría del desayuno fue un grupo de jóvenes italianas que desayunaban a nuestro lado, con sus limpísimas y nuevas vestimentas deportivas, y que sirvieron a Paco para desengrasar su humor itálico.
Nos pusimos en camino para aliviar el mal trago del desayuno. Alguno decidió deshacerse, también ese día, de la mochila en el maletero del Volkswagen. Aythami caminaría con nosotros y la idea era que regresaría en autoestop para recoger el automóvil. La ruta, a diferencia del día anterior, picaba ligeramente hacia abajo. Enseguida el grupo se puso a velocidad de crucero. No nos deteníamos por nada y superábamos con premura a los peregrinos que se habían alojado en Roncesvalles la noche anterior. Alguno también viajaba sin mochila, como ya es costumbre en el Camino Francés.
El día poco tenía que ver con el anterior. El cielo estaba mucho más claro. Aunque apenas vimos gente en las localidades que transitamos. Los pequeños pueblos de montaña apenas se habían despertado cuando nosotros los transitábamos. El domingo es día holgazán y más visto el infernal día anterior.
La única dificultad de la jornada es el alto de Erro, aunque hay alguna cuesta más. En cuanto el camino se ponía hacía arriba se destacaba Paco que no aflojaba el ritmo ante esas dificultades tan nimias. El alto apenas supone un problema menor para el grupo que los supera sin abandonar la conversación. A veces resulta más complicado el descenso, con un enlosado nuevo que en algunos tramos es más resbaladizo que el firme original. Observamos varios grupos de peregrinas que ya no volveremos a ver en los siguientes días. Resulta curioso que en la mayoría de los casos eran italianas. También vimos a una pareja asiática que, disimuladamente, se detienen a esperar a que el “muyayo” dejé de mear al borde del camino. Mis gritos al canario hacen sonreír tímidamente a ambos.
Cerca del alto nos encontramos con un peregrino que va sin mochila. A pesar de ello carga con un curioso ajuar, toalla pequeña en la parte trasera de la cintura y enorme bolsa porta documentos en el pecho. Les va contando a varios del grupo que su hijo le ha planificado la ruta y que la mochila, lastrada por numerosos cachivaches de cocina, viaja en taxi. Tamaño despropósito nos recuerda que, a pesar de la mucha información sobre el Camino Francés, la gente se empeña en cometer, una y otra vez, los mismos errores.
De puente a puente llegamos a Zubiri casi sin enterarnos. Allí se ve otro movimiento. Ha salido el sol y los ánimos parecen más alegres. Descansamos tomando una cerveza, y un bocata de txistorra casera, en el bar junto a Embutidos Arrieta. Juan, que así se llama el peregrino quincallero, se sienta a nuestro lado. Yo me aparto para guardar la “distancia social” y porque tampoco me ha caído demasiado bien. Paco le da un número falso de teléfono para que no pueda localizarle en Tarragona. Luego la mala fama se la llevan los mismos. Reanudamos la marcha enseguida.
Aythami tratará de retornar al parking de Roncesvalles y comprar comida para cocinar en el albergue. Hemos reservado en un privado de Larrasoaña y en el pueblo no hay nada para comer. Andamos con un ritmo un poco más indolente, sabedores que nos queda una hora para llegar al albergue y deberemos transitar por un camino no demasiado bonito. Una enorme fábrica de magnesitas estropea el paisaje y da trabajo en la zona.
Entramos por el puente de Larrasoaña y nos dirigimos al albergue San Nicolás. El hospitalero nos somete a un exhaustivo protocolo COVID antes de acceder al interior. Somos los únicos peregrinos, por el momento, y nos instala en las dos habitaciones del primer piso, con baño compartido. Este día comienza una práctica que se repetirá durante muchas jornadas: retirar la higiénica, y sudorífica, funda que recubre los colchones de los albergues, normalmente de color azul. Recordamos algunas noches en vela por su culpa, como en Potes, y deseamos descansar convenientemente.
Aythami regresa con la comida. Le ha costado llegar hasta el coche más de lo que creía. Se ha llevado media tienda de embutidos Arrieta al pasar por Zubiri de nuevo. La cocina del albergue está cerrada por higiene y tenemos que apañarnos en el comedor, que el hospitalero nos cede tras una negativa inicial.
La tarde es fría y desapacible. Aún así, Paco e Isidro deciden internarse en el rio Arga a la altura del puente, recordando el baño de 2011 en la Vía Podiense. El pueblo parece confinado dentro de los hogares. Los bares están cerrados, así que la tarde transcurre lenta y un poco tediosa. Dos parejas más de peregrinos, unos anglosajones y otros chinos, los de la meada de Isidro, han llegado al albergue. Ante la falta de opciones encargamos la cena en el mismo establecimiento y quedamos sorprendidos por una sopa de verduras y un lomo empanado tan sabrosos como abundantes.
La velada se alarga hablando con el hospitalero, al descubrir un cuadro con sus recuerdos de conciertos de pop rock. Nos cuenta sus vivencias en los mismos, sus preocupaciones por su negocio en estas circunstancias y charlamos sobre cómo ha cambiado el Camino en estos últimos años. Nos da unos buenos consejos para reservar el siguiente albergue, una vez superado el alto del Perdón, y nos retiramos a la habitación.
Pronto se hace el silencio. Al día siguiente toca una etapa maratoniana.
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