Nos despertamos sin prisas. La escasez
de peregrinos nos permitía, como los siguientes días, no tener que correr para
llegar al albergue antes de que se completaran las plazas. Nos esperaba un día muy
lluvioso, gris, de anochecer continuo, que no llama a la épica ni a la aventura
sino al sofá y a la manta.
Preparamos las mochilas y nos
dirigimos a desayunar. La camarera del café des Rémparts no nos entiende
y quedamos esperando unas tostadas que jamás llegan. Cuando nos dimos cuenta
que no comeríamos tostadas allí, decidimos ir a la boulangerie cercana
al albergue para desayunar algo consistente. De camino la mayoría se deshace de
las mochilas en el maletero del Volkswagen de Aythami. El canario ha decidido
subir en coche a Roncesvalles y hacer el camino inverso hasta encontrarnos. Las
napolitanas y los croissants son las decisiones más populares delante de la
superada dependienta de la boulangerie. Mientras degustamos los bollos, ,
sentados en el soportal del local, vemos pasar una grupetta de ciclistas
que tiene mucho menos miedo que nosotros a las condiciones atmosféricas. Por
allí aparece, cabreado y confuso, un peregrino a quien una señora ha enviado
por el recorrido equivocado. Es Joseba a quien el error sumará otros diez
kilómetros a su viaje hasta Santiago. Le invitamos a acompañarnos ya que hemos
decidido, al fin, ponernos en marcha.
Desde el principio de la
ascensión a Lepoeder el camino se pone vertical. Nos vamos quitando ropa cuando
sentimos el calor producido por el esfuerzo y poniendo cuando la lluvia
arrecia. El grupo camina animoso y las difíciles cuestas se superan con
distintos ritmos, pero con buena conversación. Apenas vemos peregrinos, pero
cuando localizamos uno lo superamos con rapidez. Algunos de ellos aprovechan
cualquier ocasión para observar el paisaje y sobre todo descansar por un instante.
Entre todos destaca una persistente peregrina que asciende en chancletas,
mostrando unas tiras azules en sus tobillos, y cargando un peso muy superior al
recomendado por Isidro. El día parece despejarse un poco y la lluvia da tregua.
Pero solo es una impresión pasajera. Enseguida la niebla cubre las puntas de
los montes y comienza la lluvia.
Nuestro nuevo compañero Joseba,
guipuzcoano de Ibarra, nos habla de sus carreras de natación en aguas abiertas.
Las distancias que recorre cansan solo de escucharlas. Parece en buena forma y
la va a necesitar si quiere superar la difícil prueba de hoy, a la que suma
casi dos horas más de esfuerzo.
Decidimos hacer una parada en el
último albergue, el de Orisson. El dueño no parece un hombre muy cordial
y los precios son desproporcionados, pero nos permite un alto para secar
nuestras ropas. Al fondo del local una peregrina de pelo dorado anota en su
libreta sus impresiones de la ruta. Quizás, a esa temprana hora de la mañana,
ya ha decidido quedarse en el albergue a esperar el día siguiente. Nosotros,
una vez devorada la tortilla a cuatro euros el pincho, partimos enseguida.
La carretera nos da un respiro y
el grupo se ensambla aún más. Lo peor parece haber pasado. Frente a nosotros la
niebla se va abriendo, como una cortina, para dejarnos ver con suficiente
claridad los hitos kilométricos y las indicaciones de la “Ruta napoleónica”,
aunque apenas intuimos el hermoso paisaje montañoso que nos rodea.
Algunos coches suben y bajan por
la carretera de montaña. Sin duda, pastores en busca de los rebaños que vemos
en algunas de las praderas. En esos días
de nieblas bajas produce tranquilidad ver la civilización tan accesible. Sobre
todo, cuando la bruma, por un momento, se cierra sobre nosotros y apenas vemos
el grupo de delante. Pasados esos ciegos momentos, nos volvemos a juntar para
acceder al collado de Lepoeder por un camino más enriscado y plagado de palomeras.
Allí el viento sopla con fuerza, pero tampoco aparece ni el frío, ni la nieve,
anunciado el día anterior.
Sobrepasamos a un grupo de veteranos
montañeros que está tomando fotos a unos caballos de montaña y llegamos a la
frontera española. Tras un breve descanso, de nuevo, nos ponemos en marcha.
Ahora la dificultad no está en la pendiente sino en el camino embarrado,
consecuencia de la enorme cantidad de lluvia caída las jornadas anteriores.
Paco libra por un momento una cómica caída. Los que llevamos palos superamos
con más facilidad la fangosa senda que los que se empeñan en calcular con sus
botas la profundidad del cieno. Hasta ese momento las botas de casi todos se
habían librado de la humedad. Todas no, Isidro caminaba con los pies mojados
desde primera hora de la mañana y Joseba que se había colocado unas polainas,
lo que había encauzado el agua hacia sus zapatillas de Goretex. Sin duda causaba
admiración y sorpresa ajena, y quizás un poco de vergüenza, ver ascender a
nuestro grupo con energía y pantalones cortos entre la lluvia, el viento y la
niebla.
No conseguimos dar con Aythami,
que ya debería habernos localizado hace tiempo, así que comenzamos el descenso
sin ni siquiera tomar una foto en el collado. Isidro, tan ortodoxo como
siempre, decide bajar por el vertical y resbaladizo sendero original lo que, en
un principio, produce algunas quejas. Pero
tras la primera cuesta, la protesta se convierte en regocijo al transitar por
los bellos hayedos de la cara sur del monte pirenaico. La conversación se hace
más alegre cuando vemos acercarse el final de la etapa y la posibilidad de
yantar. Finalmente entre los árboles distinguimos las torres de la colegiata.
Aythami nos espera en el restaurante
La Posada. Apenas son las dos de la tarde, pero ya ha comido y su
experiencia no ha sido buena. En el exterior decidimos si quedarnos allí o
acercarnos al siguiente pueblo, que se intuye con algo más de vida. Orreaga
parece un desierto. No localizamos ningún albergue privado en Burguete así que
decidimos hospedarnos en el albergue de Roncesvalles. Tras un larguísimo
protocolo ascendemos a las habitaciones para descubrir que estamos casi solos. El
albergue está dividido en cubículos de cuatro camas y nuestro grupo de seis, los
cinco kangrenas más Joseba, ocupamos dos de los mismos, lo que nos crea una
sensación de intimidad relativa. Joseba cuelga la ropa en medio del pasillo
hasta que descubrimos que hay una centrifugadora gratuita en el cuarto de
lavadoras y conseguimos secar la ropa del día. El nuevo, moderno y funcional
albergue se irá llenando a lo largo de la tarde, sobre todo cuando llegue el
autobús de Pamplona, pero apenas superará un cuarto de su capacidad.
Después de acicalarnos, decidimos
ir a comer. En el Hotel Roncesvalles el menú de fin de semana no es tan
barato como en La Posada, pero la diferencia de precio merece la pena. Comemos
unas pochas y un segundo magníficos, y merecidos después de un esfuerzo tan
épico. Bueno, realmente quizás no fue tan épico como creíamos, pero nos dimos
más que por satisfechos y durante la comida comentaremos las mejores jugadas
del día.
La tarde fue mucho más lluviosa.
En Roncesvalles, por lo general, apenas hay nada que hacer, pero en esas
circunstancias menos aún. Algunos lavamos la ropa y descansamos, otros, como
Isidro, asistieron a la misa del peregrino, lo cual llevaba anunciando desde el
día anterior. La noche nos cogió bebiendo cervezas en Casa Sabina, donde
improvisamos una frugal cena con medio bocadillo y unas patatas fritas. Realmente
con la comida ya nos había bastado. Joseba, que no tiene sitio en nuestra mesa
por cosas de las restricciones, se sienta en la mesa de al lado donde comparte
cerveza y conversación con Gerardo, Gregorio o algo así. Poco importa ya que
pronto le bautizaremos de nuevo. Le conoció en el desplazamiento hasta Saint
Jean y cenaron también juntos la noche anterior, aunque no nos da buenas
referencias durante la ascensión a Lepoeder.
Corremos entre el fuerte chaparrón
buscando la puerta del albergue. Ya todo el mundo está en silencio. Nos
acomodamos en los sacos y, tras unas carcajadas debidas a las flatulencias de
alguno, nos quedamos dormidos. Hay que descansar, mañana será otro día.
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