CAPÍTULO 1: Tampoco era para tanto

 

Nos despertamos sin prisas. La escasez de peregrinos nos permitía, como los siguientes días, no tener que correr para llegar al albergue antes de que se completaran las plazas. Nos esperaba un día muy lluvioso, gris, de anochecer continuo, que no llama a la épica ni a la aventura sino al sofá y a la manta.

Preparamos las mochilas y nos dirigimos a desayunar. La camarera del café des Rémparts no nos entiende y quedamos esperando unas tostadas que jamás llegan. Cuando nos dimos cuenta que no comeríamos tostadas allí, decidimos ir a la boulangerie cercana al albergue para desayunar algo consistente. De camino la mayoría se deshace de las mochilas en el maletero del Volkswagen de Aythami. El canario ha decidido subir en coche a Roncesvalles y hacer el camino inverso hasta encontrarnos. Las napolitanas y los croissants son las decisiones más populares delante de la superada dependienta de la boulangerie. Mientras degustamos los bollos, , sentados en el soportal del local, vemos pasar una grupetta de ciclistas que tiene mucho menos miedo que nosotros a las condiciones atmosféricas. Por allí aparece, cabreado y confuso, un peregrino a quien una señora ha enviado por el recorrido equivocado. Es Joseba a quien el error sumará otros diez kilómetros a su viaje hasta Santiago. Le invitamos a acompañarnos ya que hemos decidido, al fin, ponernos en marcha.

Desde el principio de la ascensión a Lepoeder el camino se pone vertical. Nos vamos quitando ropa cuando sentimos el calor producido por el esfuerzo y poniendo cuando la lluvia arrecia. El grupo camina animoso y las difíciles cuestas se superan con distintos ritmos, pero con buena conversación. Apenas vemos peregrinos, pero cuando localizamos uno lo superamos con rapidez. Algunos de ellos aprovechan cualquier ocasión para observar el paisaje y sobre todo descansar por un instante. Entre todos destaca una persistente peregrina que asciende en chancletas, mostrando unas tiras azules en sus tobillos, y cargando un peso muy superior al recomendado por Isidro. El día parece despejarse un poco y la lluvia da tregua. Pero solo es una impresión pasajera. Enseguida la niebla cubre las puntas de los montes y comienza la lluvia.

Nuestro nuevo compañero Joseba, guipuzcoano de Ibarra, nos habla de sus carreras de natación en aguas abiertas. Las distancias que recorre cansan solo de escucharlas. Parece en buena forma y la va a necesitar si quiere superar la difícil prueba de hoy, a la que suma casi dos horas más de esfuerzo.

Decidimos hacer una parada en el último albergue, el de Orisson. El dueño no parece un hombre muy cordial y los precios son desproporcionados, pero nos permite un alto para secar nuestras ropas. Al fondo del local una peregrina de pelo dorado anota en su libreta sus impresiones de la ruta. Quizás, a esa temprana hora de la mañana, ya ha decidido quedarse en el albergue a esperar el día siguiente. Nosotros, una vez devorada la tortilla a cuatro euros el pincho, partimos enseguida.

La carretera nos da un respiro y el grupo se ensambla aún más. Lo peor parece haber pasado. Frente a nosotros la niebla se va abriendo, como una cortina, para dejarnos ver con suficiente claridad los hitos kilométricos y las indicaciones de la “Ruta napoleónica”, aunque apenas intuimos el hermoso paisaje montañoso que nos rodea.

Algunos coches suben y bajan por la carretera de montaña. Sin duda, pastores en busca de los rebaños que vemos en algunas de las praderas.  En esos días de nieblas bajas produce tranquilidad ver la civilización tan accesible. Sobre todo, cuando la bruma, por un momento, se cierra sobre nosotros y apenas vemos el grupo de delante. Pasados esos ciegos momentos, nos volvemos a juntar para acceder al collado de Lepoeder por un camino más enriscado y plagado de palomeras. Allí el viento sopla con fuerza, pero tampoco aparece ni el frío, ni la nieve, anunciado el día anterior.

Sobrepasamos a un grupo de veteranos montañeros que está tomando fotos a unos caballos de montaña y llegamos a la frontera española. Tras un breve descanso, de nuevo, nos ponemos en marcha. Ahora la dificultad no está en la pendiente sino en el camino embarrado, consecuencia de la enorme cantidad de lluvia caída las jornadas anteriores. Paco libra por un momento una cómica caída. Los que llevamos palos superamos con más facilidad la fangosa senda que los que se empeñan en calcular con sus botas la profundidad del cieno. Hasta ese momento las botas de casi todos se habían librado de la humedad. Todas no, Isidro caminaba con los pies mojados desde primera hora de la mañana y Joseba que se había colocado unas polainas, lo que había encauzado el agua hacia sus zapatillas de Goretex. Sin duda causaba admiración y sorpresa ajena, y quizás un poco de vergüenza, ver ascender a nuestro grupo con energía y pantalones cortos entre la lluvia, el viento y la niebla.

No conseguimos dar con Aythami, que ya debería habernos localizado hace tiempo, así que comenzamos el descenso sin ni siquiera tomar una foto en el collado. Isidro, tan ortodoxo como siempre, decide bajar por el vertical y resbaladizo sendero original lo que, en un principio, produce algunas quejas.  Pero tras la primera cuesta, la protesta se convierte en regocijo al transitar por los bellos hayedos de la cara sur del monte pirenaico. La conversación se hace más alegre cuando vemos acercarse el final de la etapa y la posibilidad de yantar. Finalmente entre los árboles distinguimos las torres de la colegiata.

Aythami nos espera en el restaurante La Posada. Apenas son las dos de la tarde, pero ya ha comido y su experiencia no ha sido buena. En el exterior decidimos si quedarnos allí o acercarnos al siguiente pueblo, que se intuye con algo más de vida. Orreaga parece un desierto. No localizamos ningún albergue privado en Burguete así que decidimos hospedarnos en el albergue de Roncesvalles. Tras un larguísimo protocolo ascendemos a las habitaciones para descubrir que estamos casi solos. El albergue está dividido en cubículos de cuatro camas y nuestro grupo de seis, los cinco kangrenas más Joseba, ocupamos dos de los mismos, lo que nos crea una sensación de intimidad relativa. Joseba cuelga la ropa en medio del pasillo hasta que descubrimos que hay una centrifugadora gratuita en el cuarto de lavadoras y conseguimos secar la ropa del día. El nuevo, moderno y funcional albergue se irá llenando a lo largo de la tarde, sobre todo cuando llegue el autobús de Pamplona, pero apenas superará un cuarto de su capacidad. 

Después de acicalarnos, decidimos ir a comer. En el Hotel Roncesvalles el menú de fin de semana no es tan barato como en La Posada, pero la diferencia de precio merece la pena. Comemos unas pochas y un segundo magníficos, y merecidos después de un esfuerzo tan épico. Bueno, realmente quizás no fue tan épico como creíamos, pero nos dimos más que por satisfechos y durante la comida comentaremos las mejores jugadas del día.

La tarde fue mucho más lluviosa. En Roncesvalles, por lo general, apenas hay nada que hacer, pero en esas circunstancias menos aún. Algunos lavamos la ropa y descansamos, otros, como Isidro, asistieron a la misa del peregrino, lo cual llevaba anunciando desde el día anterior. La noche nos cogió bebiendo cervezas en Casa Sabina, donde improvisamos una frugal cena con medio bocadillo y unas patatas fritas. Realmente con la comida ya nos había bastado. Joseba, que no tiene sitio en nuestra mesa por cosas de las restricciones, se sienta en la mesa de al lado donde comparte cerveza y conversación con Gerardo, Gregorio o algo así. Poco importa ya que pronto le bautizaremos de nuevo. Le conoció en el desplazamiento hasta Saint Jean y cenaron también juntos la noche anterior, aunque no nos da buenas referencias durante la ascensión a Lepoeder.

Corremos entre el fuerte chaparrón buscando la puerta del albergue. Ya todo el mundo está en silencio. Nos acomodamos en los sacos y, tras unas carcajadas debidas a las flatulencias de alguno, nos quedamos dormidos. Hay que descansar, mañana será otro día.

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