86 Kms Otra de las
etapas “reinas” que al final no resultó ser tan dura gracias a la elección del
recorrido y al ímpetu de los kangrenas.
Nos costó desperezarnos y abandonar La Figuerosa. Allí
habíamos disfrutado una noche pero el lugar se merecía alguna más. Tras cruzar
al otro lado de la carretera de Tarrega llegamos a una pista en buenas
condiciones. Los conejos y las perdices se despertaban asustadas ante nuestro
paso, y se apuraban para refugiarse lejos del camino. En la diminuta población
de Canós nos equivocamos y en vez de seguir más hacia el sur, dirección Tordera,
circulamos por una pequeña carretera en buenas condiciones que no nos acercará
tanto a Cervera. Para acceder a la capital de la Segarra, patria chica de los
motociclistas Marquez, tenemos que subir un tramo de un kilometro de una
pendiente regular. El paso por la localidad es rápido porque acabamos de
arrancar y aunque necesitamos de un taller mecánico para el Hierro es aún demasiado temprano. Así que decidimos seguir.
Salimos de Cervera y tomamos la N-II, que ha quedado
convertida en una carretera auxiliar de la A-2, que circula paralela. El firme
es nuevo, el tráfico escaso y la pendiente apenas se nota, así que llegamos al
puerto de La Panadella como auténticos aviones. Este de la Panadella es el
primer puerto de montaña del día pero apenas nos ha costado esfuerzo coronarlo
por esta vertiente. En el zona del área de servicio se celebra un mercadillo de
segunda mano y vemos pasar bastantes ciclistas y moteros. Tan solo nos
detenemos para abrigarnos.
El descenso es largo, de unos veinte kilómetros. Se compone
de una primera parte, que la abordamos por la calzada, y pica bastante hacia abajo;
Otra segunda, después de Santa María del Camí, que discurre por un carril bici
anexo a la nacional, con una pendiente menor. Abandonando la N-II en Sant Genís
para entrar directamente a Igualada, todavía en clara cuesta abajo.
Ya en Igualada buscamos un taller de bicicletas. Un primero
está cerrado, así que un viandante nos indica la localización de otro.

DR PEDALS
(Igualada). La parroquia charla sobre bicis cuando entramos
nosotros, apremiando la reparación. Son muy amables y enseguida nos atienden.
De mientras aclaramos algunas dudas sobre el resto de la etapa, o no, porque parecía
que conociéramos las carreteras locales mejor que alguno de ellos. Ultimo paso
por taller y parece que todo solucionado eficientemente.
Mientras estábamos arreglando el hierro de Paco, los demás
“disfrutaban” de un almuerzo en un bar cercano, única carga calórica hasta el
final del día, ya que es mejor subir puertos con el estomago medio vacío y en
verdad no sabíamos a qué atenernos con el puerto.

CAFETERIA
EL BLAU (Igualada): bocatas y bebidas para salir del paso. Mucho
colesterol y nada verde en unos bocadillos bastante escasos, lo que provocó que
algunos repitieran. El servicio, eso sí, fue bastante bueno a pesar de estar
una pobre chica en la barra y la cocina a la vez. Ideal para poner un puesto de
Danacol, y un desfibrilador, a la salida.
Salimos de Igualada para ciclar el tramo más feo del día.
Primero las calles estaban cortadas por un rally automovilístico, luego
atravesamos una larga zona de polígonos, y como colofón un complicado nudo de
carreteras para llegar hasta Castellolí, donde comienza el puerto del Bruc.
Las primeras rampas del puerto son las más complicadas. Enseguida
llegamos a un puente sobre la A-2 y vemos que no vamos por buena dirección.
Desandamos parte de la carretera y tras mirar, remirar, y preguntar tenemos dos
opciones: quinientos metros por la A-2 hasta el siguiente puente o subir una
pendiente de cincuenta metros empujando la bici. Nos decidimos por lo segundo,
lo que requiere un esfuerzo grande y la sensación poco agradable de bajarse de
la bicicleta.
Cuando accedemos al puente comienza el puerto de verdad. Se
asciende muy bien, con un porcentaje muy suave, asfalto en buenas condiciones y
alejados, cada vez más, del trafico de la autovía. Apenas cuatro kilómetros
hasta la urbanización Montserrat Parc y a partir de ahí un sube y baja.
En un momento la carretera se bifurca y tomamos la de la
izquierda. Tras una revuelta observamos por fin la crestería de Montserrat.
Poco más adelante nuevo cruce y seguimos hacia la izquierda. Apenas doscientos
metros de pendiente dura y volvemos a un porcentaje llevadero y constante, que
nos coloca rápidamente en Sant Pau Vell, punto más elevado del día, donde
reagrupamos. El viento es fuerte y nos quita el calor que habíamos generado con
el esfuerzo del ascenso. El ánimo es alto ya que hemos superado la última, y
una de las más destacadas, dificultad orográfica. Así que el grupo circula
rápido por los sube y bajas de la otra vertiente, en busca del santuario, picándonos
incluso con algún ciclista local que había salido a dar un paseo.
Llegamos al monasterio y hace verdadero frio. Hay mucha
gente, como casi siempre. Desde su majestuosa posición podemos adivinar la
complicada bajada que nos separa de nuestro destino del día. Paco nos comenta
la ruta imposible de un trail que ha realizado, subiendo unas cuestas
pronunciadísimas. Entramos a ver el santuario mariano, pero impone mucho más el
terreno que lo circunda. Parece que en este siglo ha ganado la vertiente lúdica
de la montaña a la más espiritual. O al menos están empatados. Escaladores bien
equipados conviven con frailes meditando y turistas en busca de souvenirs.
La meteorología no invita a quedarse mucho más tiempo, y
parece que viene lo peor, así que decidimos comenzar el descenso. Algunos
tenemos más respeto a las pronunciadas rampas que nos esperan que a las cuestas
que hemos tenido que remontar para llegar hasta Montserrat. Comenzamos
sorteando peregrinos, turistas, autobuses y coches en el parking, lo cual a
veces no resulta sencillo. Cuando llegamos al desvío tomamos la carretera de la
derecha y comienza un vertiginoso descenso, sobre todo en la primera parte. El
peso de las alforjas aumenta la velocidad, pero también el agarre al asfalto,
por lo que la bajada es rápida pero más segura de lo que en un primer momento pudiera
parecer.
En un momento llegamos, eso sí desperdigados por las
diferentes habilidades en el descenso, hasta Monistrol. Buscamos el albergue y
nos encontramos con la desagradable sorpresa de que el recepcionista, con
exceso de celo profesional, retrasa bastante los trámites para acceder a las
habitaciones.
Mientras nos acicalamos nos llevamos la gran sorpresa del
día. Aparecen por la puerta tanto Salva, a quien esperábamos para cenar y
dormir, como Cristina. Con ellos compartiremos la tarde noche en el pequeño
pueblo, que no ofrece muchas más posibilidades que resguardarse del frio en los
estrechos bares. Allí nos alargaremos en las tertulias y las cervezas hasta la
hora de irse a descansar.

RESTAURANTE
BO2 (Monistrol): moderno restaurante de menú del día, bocadillos,
etc… De esos que la literatura del plato seduce más que el alimento en sí. Todo
correcto, sin estridencias, y bien regado en buena compañía. Teníamos hambre después
de haber casi ayunado durante la jornada. Eso lo perdona casi todo. Ideal
para paladear una zarzuela de viandas kilómetro cero, aderezadas con manjares
refrigerados en los lejanos piélagos meridionales, y sazonadas con especias del
lejano naciente y el cercano levante.


HOSTAL
GUILLEUMES (Monistrol): después de la desagradable experiencia con
el recepcionista nos encontramos con unas habitaciones nuevas y espaciosas. Habitaciones
de cuatro camas, de tres, pero sin sensación de agobio. El baño no era acorde
al resto de la estancia. El precio era bastante alto para lo que estamos
acostumbrados pero el desayuno que incluía compensaba bastante la inversión.
Ideal para excursiones montañeras burguesas; orgias, menos en el baño; clubes
de fans del brunch; y estancias de amigos con la próstata en perfectas
condiciones.




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