Definitivamente alejados de la costa, y de su fuerte viento levantino, amanecimos con una nueva estampa a nuestro alrededor. La serranía de Cadiz sería el escenario de toda la etapa del día.
De hecho practicamente toda ella transcurrió por la misma carretera, comarcal, que circunda el Parque de los Alcornocales. Un tobogan continuo, que en este caso sube más que baja, trazando una amplia curva en el mapa, para evitar así descensos y cuestas más pronunciadas. La vía no atraviesa población alguna y, con tan solo un par de bares de carretera en el trazado, se puede complicar el avituallamiento.
A esas alturas ya eramos conscientes que la carretera era nuestro hábitat natural, como tantas veces entre los kangrenas, y rápidamente descartamos el trazado propuesto originalmente por el track de la Transandalus.
Salimos de Jimena y comenzamos a ascender. Una pequeña loma nos permite observar como aparece ante nuestros ojos el castillo de Jimena de la Frontera, para desaparecer poco después protegido por la orografía rocosa que la enmarca.
La mañana es soleada pero fresca y el trazado hermoso, con el desfiladero del río Hozgarganta a nuestra izquierda. El río abajo va horadando las rocas creando un paisaje espectacular de hoces y gargantas, como su propio nombre indica. La carretera es plácida y solitaria y ante la disyuntiva de bajar al GR, que discurre tortuoso por las cercanías del lecho del río, los kangrenas deciden continuar por ella.
Tras un breve descenso, junto al cauce del río, se repite la cuestión. Allí nos cruzamos, por primera vez, con un par de ciclistas, muy elegantes ellos, que no atienden a nuestra solicitud de información. Poco más adelante nos los encontramos tomando un refrigerio y tampoco devuelven nuestro cordial saludo.
Después de pasado el puente sobre el Hozgarganta comienza un ascenso continuo, aunque con poco desnivel, que se prolonga durante once kilómetros. En las zonas más despobladas de arboles, el sol aprieta ya, lo que hace un poco más duro el camino.
De repente, yo que voy en cabeza, oigo a mi espalda un zumbido. Debe de ser una bici, aunque suena algo más fuerte. Tampoco giro la cabeza para confirmarlo. Al instante siguiente observo como me adelantan velozmente los dos ciclistas "elegantes" con Isidro pegado a su rueda. Los dos circulan con las manos metidas en la parte baja del manillar y ligeramente levantados, como si estuvieran esprintando. Isidro por el contrario asciende sentado, con una postura que no delata sobreefuerzo alguno. Antes de que desaparezcan de mi vista, tras una peraltada curva, contemplo como el que va detrás de los dos "elegantes" se da por vencido, se acomoda en el sillín, y relaja su postura. Isidro facilmente lo rebasa y se coloca a rueda del primero.
Yo continúo mi marcha regular, y al rato soy testigo de como desciende el muyayo con una sonrisa picara en la cara. Había rebasado al esforzado ciclista, que le quedaba por delante, en los últimos metros de la subida, como en un juego infantil, agriando seguro la mañana deportiva de ambos "desaborios", a la par de "elegantes", ciclistas.
El día es extraordinario y la carretera muy ciclista, así que muchos de nosotros disfrutamos su trazado repleto de sube y bajas. Los alcornoques inundan todo el paisaje, aún más en esta zona, llegando a formar un bosque frondosisimo.
Apenas un cruce a la derecha nos desvía levemente, para seguir circulando por otra carretera gemela de la anterior. El ascenso es suave y continuado, aunque las horas encima de la bici comienzan a hacerse notar. Alguno de los más rezagados flaquea, pierde concentración y a punto está de acabar debajo de uno de los poco camiones que se nos cruzan en la ruta.
Desconocemos cuantos kilómetros quedan para llegar a alguna población, o al menos a alguna venta donde poder descansar y tomar un refrigerio. Se acerca el mediodía y Cortes queda lejos.
Con solo la naturaleza a nuestro alrededor durante horas observamos con interés la visión de la civilización, materializada en el pueblo de Ubrique, asentado abajo en el valle. El cruce siguiente desciende rápidamente hacía la localidad, pero parece demasiado trayecto para desandar después de comer, así que desistimos.
Apenas a unos metros del cruce, observamos un mesón y paramos a preguntar.
CRÍTICA CHICOTERA: Mesón Mojón de la Vibora (Ubrique) como un oasis apareció en el horizonte este mesón, situado junto al cartel de puerto de montaña del mismo nombre.
Lo primero que observamos fue su impresionante cristalera que nos regalaba una espectacular vista del valle que alberga el archifamoso pueblo gaditano de Ubrique.
Amplísimo salón, con aire acondicionado, que hubiera dado cabida a todo el clan Janeiro, pero sospechosamente vacío a la hora de comer.
Nos atendió un camarero regordete que con cerrado acento de la zona, trataba de dar sentido a nuestras peticiones gracias al socorrido método escolar de levantar las manos.
La comida estaba bien, sin alardes, un menú del día típico de la zona, con ensalada, primero y segundo. Algunos de los platos estaban curiosos, como los callos con garbanzos, aunque con la caló que hacía solo los valientes tentaron esa suerte.
La comida no se hizo esperar en exceso y como ya he dicho estaba irregular, dependiendo de la elección, pero con alguna sorpresa agradable.
(Levantar los brazos) Toa, toa, toa, te necesito, toaaaa:
Una vez avituallados convenientemente salimos a la intemperie donde nos esperaba el implacable sol y el polvo del parking, como si fuera un decorado de un Western.
Antes de llegar a Cortes de la Frontera teníamos que ascender al alto del Mojón de la Vibora, cuyo nombre asusta más que sus rampas, al menos en esta vertiente. Apenas dos kilómetros para llegar a un altiplano.
En un área de descanso aprovechamos para reagrupar, e incluso los más adelantados para tumbarse a la sombra de un árbol, para disfrutar de la secular costumbre hispana de la siesta.
Una brevisima bajada nos ubica en Cortes, al fin. El callejeo es un poco embrollado y tenemos que ascender una pequeña cuesta para encontrar el desvío hasta nuestro destino. Nada más salir del pueblo, esta vez sí, comienza un rapidísimo descenso, que nos coloca en la puerta del Camping de Jimera, punto final de la etapa del día.
Allí encontramos a un solitario ciclista que está también haciendo la TransAndalus. Es de Madrid, pero vive en la Rioja, nos cuenta. Él, más puro que nosotros, arrastra su enorme equipaje a través de las piedras sueltas, los desniveles imposibles y demás dificultades del camino original. Tras mucho dudar continúa adelante sin aceptar la invitación de pasar la noche, con nosotros, en el camping.
CRÍTICA CHICOTERA: Camping Cabañas de Jimera (Jimera de Líbar) camping un poco aislado del mundo, con la zona de la estación a un kilómetro de distancia, y la tienda más cercana en el pueblo a tres kilómetros de dura ascensión. No dispone de bar, ni de maquina alguna y la piscina se encontraba vacía.
La reserva inicial era de una cabaña con capacidad para 14 personas, que resultó un gulag soviético o un celda de penal africano, según se prefiera. Repartidas por la pared se apilaban, en un mismo espacio, las literas ocupando tres de las paredes. En el centro una misera mesa, una cocina en una esquina y un solo baño para tantos prostáticos.
En el colmo de nuestra desdicha se rompió la tubería del baño lo que resultó irreparable para el propietario, que para nuestra suerte, decidió que nos mudáramos a otra cabaña. Esta no tenía nada que ver con la primera, y en la comparación nos pareció un pintoresco albergue en la sin par Saint Moritz.
En piezas separadas se repartían una cocina industrial, un comedor, tres baños, un enorme salón y dos habitaciones de ocho literas cada una.
Allí mismo cenamos, ya que las posibilidades más que escasas eran nulas de dirigirnos a cualquier lugar a tomar nuestro merecido refrigerio. Unas pizzas, bastante sabrosas y bien condimentadas, encargadas a un local de Cortes, que tenía publicidad por todo el camping, por lo que sospechamos que parte de las ganancias estarán repartidas.
La avería te lo arregló:
De hecho practicamente toda ella transcurrió por la misma carretera, comarcal, que circunda el Parque de los Alcornocales. Un tobogan continuo, que en este caso sube más que baja, trazando una amplia curva en el mapa, para evitar así descensos y cuestas más pronunciadas. La vía no atraviesa población alguna y, con tan solo un par de bares de carretera en el trazado, se puede complicar el avituallamiento.
A esas alturas ya eramos conscientes que la carretera era nuestro hábitat natural, como tantas veces entre los kangrenas, y rápidamente descartamos el trazado propuesto originalmente por el track de la Transandalus.
Salimos de Jimena y comenzamos a ascender. Una pequeña loma nos permite observar como aparece ante nuestros ojos el castillo de Jimena de la Frontera, para desaparecer poco después protegido por la orografía rocosa que la enmarca.
La mañana es soleada pero fresca y el trazado hermoso, con el desfiladero del río Hozgarganta a nuestra izquierda. El río abajo va horadando las rocas creando un paisaje espectacular de hoces y gargantas, como su propio nombre indica. La carretera es plácida y solitaria y ante la disyuntiva de bajar al GR, que discurre tortuoso por las cercanías del lecho del río, los kangrenas deciden continuar por ella.
Tras un breve descenso, junto al cauce del río, se repite la cuestión. Allí nos cruzamos, por primera vez, con un par de ciclistas, muy elegantes ellos, que no atienden a nuestra solicitud de información. Poco más adelante nos los encontramos tomando un refrigerio y tampoco devuelven nuestro cordial saludo.
Después de pasado el puente sobre el Hozgarganta comienza un ascenso continuo, aunque con poco desnivel, que se prolonga durante once kilómetros. En las zonas más despobladas de arboles, el sol aprieta ya, lo que hace un poco más duro el camino.
De repente, yo que voy en cabeza, oigo a mi espalda un zumbido. Debe de ser una bici, aunque suena algo más fuerte. Tampoco giro la cabeza para confirmarlo. Al instante siguiente observo como me adelantan velozmente los dos ciclistas "elegantes" con Isidro pegado a su rueda. Los dos circulan con las manos metidas en la parte baja del manillar y ligeramente levantados, como si estuvieran esprintando. Isidro por el contrario asciende sentado, con una postura que no delata sobreefuerzo alguno. Antes de que desaparezcan de mi vista, tras una peraltada curva, contemplo como el que va detrás de los dos "elegantes" se da por vencido, se acomoda en el sillín, y relaja su postura. Isidro facilmente lo rebasa y se coloca a rueda del primero.
Yo continúo mi marcha regular, y al rato soy testigo de como desciende el muyayo con una sonrisa picara en la cara. Había rebasado al esforzado ciclista, que le quedaba por delante, en los últimos metros de la subida, como en un juego infantil, agriando seguro la mañana deportiva de ambos "desaborios", a la par de "elegantes", ciclistas.El día es extraordinario y la carretera muy ciclista, así que muchos de nosotros disfrutamos su trazado repleto de sube y bajas. Los alcornoques inundan todo el paisaje, aún más en esta zona, llegando a formar un bosque frondosisimo.
Apenas un cruce a la derecha nos desvía levemente, para seguir circulando por otra carretera gemela de la anterior. El ascenso es suave y continuado, aunque las horas encima de la bici comienzan a hacerse notar. Alguno de los más rezagados flaquea, pierde concentración y a punto está de acabar debajo de uno de los poco camiones que se nos cruzan en la ruta.
Desconocemos cuantos kilómetros quedan para llegar a alguna población, o al menos a alguna venta donde poder descansar y tomar un refrigerio. Se acerca el mediodía y Cortes queda lejos. Con solo la naturaleza a nuestro alrededor durante horas observamos con interés la visión de la civilización, materializada en el pueblo de Ubrique, asentado abajo en el valle. El cruce siguiente desciende rápidamente hacía la localidad, pero parece demasiado trayecto para desandar después de comer, así que desistimos.
Apenas a unos metros del cruce, observamos un mesón y paramos a preguntar.
CRÍTICA CHICOTERA: Mesón Mojón de la Vibora (Ubrique) como un oasis apareció en el horizonte este mesón, situado junto al cartel de puerto de montaña del mismo nombre.
Lo primero que observamos fue su impresionante cristalera que nos regalaba una espectacular vista del valle que alberga el archifamoso pueblo gaditano de Ubrique.
Amplísimo salón, con aire acondicionado, que hubiera dado cabida a todo el clan Janeiro, pero sospechosamente vacío a la hora de comer.
Nos atendió un camarero regordete que con cerrado acento de la zona, trataba de dar sentido a nuestras peticiones gracias al socorrido método escolar de levantar las manos.
La comida estaba bien, sin alardes, un menú del día típico de la zona, con ensalada, primero y segundo. Algunos de los platos estaban curiosos, como los callos con garbanzos, aunque con la caló que hacía solo los valientes tentaron esa suerte.
La comida no se hizo esperar en exceso y como ya he dicho estaba irregular, dependiendo de la elección, pero con alguna sorpresa agradable.
(Levantar los brazos) Toa, toa, toa, te necesito, toaaaa:
Una vez avituallados convenientemente salimos a la intemperie donde nos esperaba el implacable sol y el polvo del parking, como si fuera un decorado de un Western.Antes de llegar a Cortes de la Frontera teníamos que ascender al alto del Mojón de la Vibora, cuyo nombre asusta más que sus rampas, al menos en esta vertiente. Apenas dos kilómetros para llegar a un altiplano.
En un área de descanso aprovechamos para reagrupar, e incluso los más adelantados para tumbarse a la sombra de un árbol, para disfrutar de la secular costumbre hispana de la siesta.
Una brevisima bajada nos ubica en Cortes, al fin. El callejeo es un poco embrollado y tenemos que ascender una pequeña cuesta para encontrar el desvío hasta nuestro destino. Nada más salir del pueblo, esta vez sí, comienza un rapidísimo descenso, que nos coloca en la puerta del Camping de Jimera, punto final de la etapa del día.Allí encontramos a un solitario ciclista que está también haciendo la TransAndalus. Es de Madrid, pero vive en la Rioja, nos cuenta. Él, más puro que nosotros, arrastra su enorme equipaje a través de las piedras sueltas, los desniveles imposibles y demás dificultades del camino original. Tras mucho dudar continúa adelante sin aceptar la invitación de pasar la noche, con nosotros, en el camping.
CRÍTICA CHICOTERA: Camping Cabañas de Jimera (Jimera de Líbar) camping un poco aislado del mundo, con la zona de la estación a un kilómetro de distancia, y la tienda más cercana en el pueblo a tres kilómetros de dura ascensión. No dispone de bar, ni de maquina alguna y la piscina se encontraba vacía.
La reserva inicial era de una cabaña con capacidad para 14 personas, que resultó un gulag soviético o un celda de penal africano, según se prefiera. Repartidas por la pared se apilaban, en un mismo espacio, las literas ocupando tres de las paredes. En el centro una misera mesa, una cocina en una esquina y un solo baño para tantos prostáticos.
En el colmo de nuestra desdicha se rompió la tubería del baño lo que resultó irreparable para el propietario, que para nuestra suerte, decidió que nos mudáramos a otra cabaña. Esta no tenía nada que ver con la primera, y en la comparación nos pareció un pintoresco albergue en la sin par Saint Moritz.
En piezas separadas se repartían una cocina industrial, un comedor, tres baños, un enorme salón y dos habitaciones de ocho literas cada una.
Allí mismo cenamos, ya que las posibilidades más que escasas eran nulas de dirigirnos a cualquier lugar a tomar nuestro merecido refrigerio. Unas pizzas, bastante sabrosas y bien condimentadas, encargadas a un local de Cortes, que tenía publicidad por todo el camping, por lo que sospechamos que parte de las ganancias estarán repartidas.
La avería te lo arregló:



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